23 de junio, 2022
El progreso social, económico y cultural logrado por la especie humana a lo largo de su historia es difícilmente asimilable. Por poner ejemplos cuantitativos concretos relativos a los últimos siglos, la esperanza de vida actual en el mundo según la Organización Mundial de la Salud es de unos 73 años. A principios del siglo XIX no llegaba a los 30 años. La mortalidad infantil antes de cumplir los cinco años de vida se encuentra ahora mismo en torno al 4%. Incluso en África, el continente con resultados más dramáticos, es inferior al 8%. En 1800, la media mundial superaba el 40%. Esto quiere decir que un porcentaje muy alto de ustedes, lectoras y lectores que están enfrentándose a este texto, no estarían vivos para alabarlo o criticarlo si hubieran nacido hace 200 años.
Podemos encontrar diferencias similares en muchos otros indicadores adecuados para medir el bienestar material de nuestra sociedad. No significa esto que nuestro mundo sea perfecto. Siguen existiendo situaciones trágicas, atroces, en las que la necesidad y el sufrimiento impiden un desarrollo pleno de la vida humana. Aunque el porcentaje de población en riesgo de pobreza extrema se haya casi dividido por diez desde 1800, esta situación todavía afecta a cientos de millones de personas en nuestro planeta. Pero la idea que vertebra este texto es que hemos recorrido ya un largo camino y hemos conseguido mejorar muchísimos aspectos de nuestras sociedades.
Elementos esenciales en este progreso han sido los avances del conocimiento en todas las disciplinas, no solamente científicas, así como la aplicación de muchos de los descubrimientos científicos a desarrollos tecnológicos. Muy a menudo estas aplicaciones eran impensables para los propios científicos en cuyo trabajo se sustentaban. La investigación fundamental, aquella guiada únicamente por la curiosidad científica, la que pretende responder a preguntas muy básicas y sin utilidad práctica inmediata, ha sido la base a partir de la cual construir posteriores tecnologías que han transformado nuestro mundo. Einstein hubiera sido incapaz de prever que la teoría de la relatividad iba a permitir ajustar la precisión del posicionamiento por GPS.
La continuidad de nuestra forma de vida actual y de los logros sociales obtenidos está en gran parte basada en la transmisión colectiva del conocimiento, de una a otra generación. Esta es una de las funciones cruciales de las universidades, de los centros de investigación y de instituciones similares: recibir y proteger el conocimiento acumulado por la especie humana, propagarlo y, por supuesto, generar nuevo conocimiento. Es vital por tanto para una sociedad contar con organizaciones que cumplan adecuadamente este cometido.
La investigación cumple para la sociedad un papel similar al que juega la educación para un individuo. La educación es un elemento básico para que una persona se integre en el entorno social, progrese económicamente y desarrolle una vida plena. La educación individual tiene una doble vertiente: sirve tanto para el desarrollo personal como para el beneficio o progreso profesional o económico. Proporciona tanto las capacidades mentales y los elementos culturales que construyen nuestra personalidad como herramientas para desenvolvernos en el mercado laboral.
Esta doble vertiente, cultural y económica, es aplicable al papel de la investigación para la sociedad. La investigación es un factor esencial en el desarrollo de ideas y comportamientos colectivos, ayuda a la construcción del pensamiento crítico y proporciona libertad frente a fundamentalismos y manipulaciones. Además, es un elemento clave para el desarrollo económico de la sociedad, no solo mediante la generación de productos hasta entonces inexistentes sino también creando las condiciones mentales adecuadas para que la sociedad se adapte y adopte las nuevas tecnologías que puedan surgir.
La crisis sanitaria originada a partir de la pandemia de covid-19 ha puesto de manifiesto una vez más el papel imprescindible e insustituible que juega el conocimiento científico en nuestra sociedad. Solo gracias a conocimientos generados durante décadas de investigación en proyectos cuyos objetivos eran muy distintos hemos conseguido desarrollar en un tiempo récord las vacunas necesarias para al menos atenuar el impacto que ha tenido la pandemia en nuestras vidas y recuperar una relativa normalidad. La ciencia ha sido, es y será esencial para el progreso social y económico, pero hemos comprobado con la pandemia que el conocimiento es también esencial para enfrentarnos a situaciones imprevistas. Si queremos disponer de las herramientas necesarias para afrontar con garantías en el futuro nuevas crisis inesperadas, muy probables, ha llegado el momento de reforzar nuestra apuesta por la ciencia, con convicción y perspectiva de futuro. Por la ciencia y el conocimiento en todas sus disciplinas, porque no podemos prever cuáles serán las herramientas que necesitemos. Es el árbol del conocimiento en su conjunto el que debemos nutrir y cuidar para que siga ofreciendo fruto.