10 de junio, 2021

Hablar de innovación en la universidad es hablar de un fenómeno realmente complejo y sugestivo, a la vista de las distintas dimensiones que puede abarcar. Es difícil contemplar la actividad universitaria sin apreciar en ella una impronta de innovación: generar conocimiento es, en sí, una forma de innovar, y gestionar ese conocimiento (a través de la docencia, la transferencia y la divulgación) una segunda experiencia innovadora. Por último, hacer que el conocimiento se implemente en la sociedad supone culminar el proceso de innovación.

Una expresión vinculada al proceso de innovación tecnológica es el acrónimo TRL (Technology Readiness Level). Mediante esa expresión se califica el grado de madurez de una tecnología específica. El Nivel de Madurez Tecnológica (TRL) establece una escala con nueve puntos de calificación, escala que acoge en sus niveles inferiores la generación de conocimiento, pasa después a la investigación aplicada, y alcanza en los niveles más altos la obtención y explotación de patentes, y la comercialización del producto fruto de la innovación tecnológica. Las posibles alianzas entre agentes como universidades, centros de investigación, centros tecnológicos y empresas pueden alcanzar los niveles máximos de calificación en el TRL, lo cual impulsa a la universidad a concertar esas formas de colaboración.

Decía al principio que toda la actividad universitaria comporta, en sí, una experiencia innovadora. A partir de esa realidad tenemos la posibilidad (y creo que también la obligación) de ampliar el concepto de madurez más allá del ámbito en que se ha venido desarrollando: básicamente la ciencia y la tecnología. Podemos y creo que debemos extender el concepto de Nivel de Madurez Tecnológica (TRL) y hablar también del Nivel de Madurez Social, pasando del TRL al SRL, Social Readiness Level.

La propuesta de articular un sistema SRL aporta un sostén conceptual a nuestra forma de entender la aportación de la institución universitaria al beneficio social, ya que sus distintos niveles reflejan también el proceso desde la generación de la idea hasta, en este caso, el impacto social de la innovación realizada.

Una vez articulado el concepto, resulta difícil entender por qué no se ha aplicado con anterioridad, ya que sus ventajas son evidentes. Quizás la explicación resida en que, hasta hace poco tiempo, hemos entendido que el último eslabón de la innovación debe ser un beneficio económico en el sector productivo. Normalizar el sistema SRL de igual forma que el TRL es el primer paso para poner el foco en el beneficio que supone la innovación en todos los campos del conocimiento. Como lo que no se mide es difícil de valorar, resulta necesario proponer indicadores que nos permitan monitorizar cómo lo estamos haciendo, y este nuevo espacio de la innovación social no es una excepción.

Un ejemplo claro de innovación social y de su recorrido lo tenemos en el trabajo desarrollado por la premio Nobel en Economía Esther Duflo. Su gran aportación reside en un cambio en el modo de observar los problemas sociales y de analizar los efectos de las políticas para su resolución. De ella es la conocida frase “tenemos que evaluar las políticas sociales con la misma precisión que los efectos de un nuevo medicamento”. Su investigación en ese campo ha supuesto un análisis de al menos los seis primeros estadios del Nivel de Madurez Social, con la evaluación de sus efectos en las poblaciones.

Constituye todo un desafío obtener buenos indicadores de las políticas de innovación, una innovación que sigue desplegando sus efectos, por supuesto, en el ámbito de la ciencia y de la tecnología, pero que debe extender su aplicación y su posterior evaluación al conjunto de la realidad humana. Si medimos el desarrollo tecnológico, midamos también el desarrollo social, con logros consolidados y con nuevos objetivos y proyectos: ese sería el mejor estímulo para construir un futuro mejor.

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Eva
Ferreira
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UPV/EHU

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