8 de febrero, 2024
En el mundo empresarial, pocos dudan hoy en día del valor de la innovación, especialmente necesaria en tiempos de incertidumbre y cambio acelerado. Innovar genera riqueza, descubre nuevos caminos, aporta ventaja competitiva. Nos hace distintos y mejores. Ayuda a crecer. Aporta una serie de beneficios que a todos convencen.
Pero la aceptación de las ventajas de la innovación se queda con frecuencia en una teórica declaración de intenciones. Aparece un gap. El gap de la ilusión innovadora: la diferencia entre lo claro que tenemos que innovar compensa y la dificultad con que conseguimos desarrollar nuevas innovaciones.
El gap se activa por razones muy variadas: falta de recursos, escasez de tiempo o de talento o, simplemente, que las ideas no llegan, la magia de la innovación no se activa. Y, por un motivo o por otro, dejamos, casi sin darnos cuenta, que la innovación se quede en el cajón. Queremos innovar, pero algo nos bloquea. Y ese algo, habitualmente, suele ser un motivo muy concreto: el miedo.
Toda innovación es un salto en el vacío: supone moverse hacia lo desconocido, pisar un territorio que nadie ha transitado antes. Experimentar. Probar. Avanzar sin certezas. Asumir riesgos. De lo contrario, no sería innovación.
La historia y la experiencia confirman, además, que innovar es peligroso. Nos puede llevar a perder dinero, tiempo, esfuerzo. Incluso, llegar a perderlo todo. Y, lógicamente, eso genera miedo.
Un miedo que atrapa y bloquea la iniciativa innovadora. Miedo razonable. Que aparece en proyectos de todos los sectores y de todos los tamaños, en empresas grandes o pequeñas. Menor en la innovación incremental que en la radical, pero siempre presente. Nunca deja de acompañar a la innovación.
Por eso, en buena medida, innovar es destinar recursos para gestionar el miedo. Porque no se puede innovar sin miedo y controlarlo parece el único modo de superar el gap de la ilusión innovadora. Tres estrategias se recomiendan para conseguirlo: abrazar el miedo, apostar en serio, y poner la red.
Abrazar el miedo supone simplemente dejar de ver la innovación como algo mágico. Aceptar que innovar es duro, incierto, trabajoso, que convive con el error y el fracaso. Y prepararse para el largo trayecto de la innovación.
Apostar en serio pasa por dotar recursos. Básicamente, presupuesto, tiempo y talento. Como si se tratase de un gasto fijo e irrenunciable. Como si fuese la electricidad, el coche, nuestro ordenador… Una partida que, si se anula, hará cerrar la empresa.
Poner la red: prepararse para el fracaso. Combinar innovación con consolidación. Las empresas que sobresalen dedican a la innovación un porcentaje fijo de su presupuesto. Constante, pero pequeño, que a veces ni siquiera llegar a superar el 2% o el 3%. Para que, si te equivocas, no pase nada y puedas seguir sosteniendo el esfuerzo innovador.
Porque si hay algo que caracteriza a las empresas que innovan, sean grandes o pequeñas, no es que tengan más ideas, o que sean más brillantes, sino que han perdido el miedo a intentarlo.
No son más listos, ni tampoco más temerarios. Simplemente se han organizado para gestionar el miedo, y garantizar así la innovación.